por Rafael Cid
Es cierto. La abdicación del Rey no supone el fin de la transición. El “atado y bien atado” con que Franco anudó la restauración borbónica se enroca en la figura del Príncipe Felipe como su sucesor en la jefatura del Estado y de la Fuerzas Armadas (dos por el precio de uno).
Pero solo un súbito ataque de ignorancia o un empacho de fundamentalismo revolucionario puede justificar que se equiparen ambos sucesos, distintos y distantes. Hay una enorme diferencia entre llegar e irse; no es lo mismo un bautizo que una jubilación.
La entronización de Juan Carlos y de la monarquía instaurada por el dictador (Ley de Sucesión 26/06/1947) fue debido a la renuncia de la oposición antifranquista -léase las direcciones del PCE y del PSOE y la condescendencia de sus militantes- al legado de la II República. Aquel fue un acto de claudicación política. La reciente abdicación del Rey, por el contrario, se debe al desgaste de la Corona provocado por la rebelión ciudadana y el activismo social. Entonces fueron los líderes de la izquierda política (y sus acólitos en CCOO y UGT) quienes aceptaron, usurpando la representación de todo el pueblo, el régimen continuista. Ahora ha sido la parte más activamente democrática de ese mismo pueblo, renovado generacionalmente, quien ha amortizado al monarca y a la casta que le sirve.
¡Claro que falta mucho por hacer! Pensemos en la Francia tricolor: guillotinaron al Borbón; casi inventaron la República (aunque nunca entendieron la res-pública) y en estos momentos es lo más parecido a un muladar. Y aquí, solo hay que ver la cerril unanimidad del Ibex 35, los intelectuales del statu quo y los medios de comunicación del númerus clausus a la hora de aplaudir la hemofílica trasmisión de poderes. Flores para el monarca saliente e incienso para el parvenu. En la mejor tradición de aquel “Manifiesto de los persas” con que los patriotas de entonces reivindicaban el regreso del primate Fernando VII y su caverna. La edición del diarioEl País del pasado martes 3 de junio, con todos sus glosadores y tontiastutos en primer tiempo de saludo, pasará a la historia como ejemplo de iniquidad. “El rey abdica para impulsar las reformas que pide el país”, era la consigna de portada del autodenominado periódico global en español. Con lo que, puesta la oración por pasiva, Cebrián y los de su zarzuelera secta reconocían que la monarquía es la gran losa del pueblo español.
Pero si lo analizamos bien, toda esa morralla y sus cínicos pitufos, lejos de representar un signo de fortaleza del sistema, denuncian una extrema indigencia. Tanta letanía, ese prieta las filas y su pesebrera obediencia debida, lo que hace es poner fecha de caducidad a un régimen que ha terminado elevando la corrupción de Estado al olimpo de las bellas artes. El bunker cleptómano ya no tiene quien le escriba. Porque cuando el presidente del gobierno Mariano Rajoy se despacha diciendo que “si a alguien no le gusta la Monarquía que plantee reformar la Constitución”, está utilizando el mismo falaz argumento que ante el contencioso catalán. No hay que cambiar la Constitución para que los españoles puedan opinar en referéndum (no vinculante) sobre la independencia de Catalunya o sobre la forma de Estado. Solo se precisa que la mayoría parlamentaria necesaria habilite ese derecho a decidir previsto en la Constitución (art.92).
El problema no es la Constitución sino el secuestro que de su parte más democrática hace la casta política. Es cuantitativamente exacto que cuando el Parlamento someta a aprobación la Ley de Abdicación contará con más de los 2/3 de los votos requeridos gracias al complot borbónico de PP y PSOE. Pero no lo es menos que con los resultados de las últimas elecciones europeas ambos partidos carecen de quorum (no llegan al 50%). Por no hablar de que si en vez de contar diputados, contamos partidos políticos y grupos parlamentarios, ese soporte se tambalea del lado del pluralismo. Por grupos, de los 7 inscritos son tres y cuarto (con las individualidades del Mixto) los que están a favor, mientras que de los 17 partidos representados solo ocho son los partidarios decididos de nombrar Rey a Felipe VI sin pasar por las urnas. Lo llaman democracia, pero…
Lo que pasa es que precisamente PP y PSOE, gracias al atado y bien atado que sellaron con los patibularios de la dictadura, se han conjurado para hacer imposible tan elemental ejercicio de libertad de expresión. Es la ley del embudo. De abajo arriba, nada de nada; todo de arriba abajo, a cuentagotas y como un favor. Sin contar con el pueblo y contra el pueblo, PSOE y PP se cargaron el artículo 135 de la Constitución para imponer lo que denominan equilibrio presupuestario (el funambulismo del déficit cero) y primar el pago de la deuda sobre cualquier otra necesidad social. Y engañando a ese pueblo soberano con unos programas electorales que negaron nada más acceder al poder, primero el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero y a renglón seguido el ejecutivo popular de Mariano Rajoy, aplicaron despiadadamente las políticas leoninas dictadas por la Troika para salvar al sistema financiero causante de la crisis.
Una prueba evidente de que la vigente Constitución está siendo usada por PP y PSOE como una ley candado para tiranizar al pueblo soberano. Eso se llama violencia institucional. No es desayunarnos la cena, como dice guasonamente Soraya Sáenz de Santamaría devenida en Monja Alférez. Con la lógica conclusión de que si el duopolio dinástico hegemónico hace oídos sordos ante el clamor de sus representados, serán estos los que deban prescindir de aquellos, aplicándoles un ERE a la totalidad. “A veces es necesario que muera un hombre para salvar a un pueblo, pero nunca que muera todo un pueblo para salvar a un hombre”.
En el segundo capítulo de Ulises desatado el historiador marxista Jon Elster advierte sobre el frecuente uso postmoderno de las constituciones como camisa de fuerza limitadora de derechos en vez de como garante de libertades, en la línea con esa advertencia de un peligroso “exceso de democracia” esgrimida por el autor de El choque de civilizaciones, de Samuel P. Huntington. “Si los constituyentes tratan de evitar que la constitución se convierta en un pacto suicida, puede que esta pierda su eficacia para evitar el suicidio” (pag.192), sostiene Elster en una sentencia que recuerda la sintonía de aquel “atado y bien atado” bajo cuyo conjuro los “padres de la patria” rubricaron la Constitución de 1978.
En la misma línea, el profesor de la universidad Autónoma de México (UAM) Clemente Valdés afirma: “La Constitución vale en la medida en la que expresa la voluntad de la población y sirve a la sociedad. Cuando no es así es únicamente un instrumento de opresión del gobierno” (La Constitución como instrumento de dominio, pág.48). En suma, con la negativa de PP y PSOE a posibilitar el referéndum como medio de legitimación política, estamos ante la máxima expresión del “no nos representan”. La que engloba no sólo a nuestros teóricos “representantes” sino también a sus criaturas jurídicas. Ni el gobierno, ni los partidos, ni ninguna institución pueden erigirse en un fin en sí mismo.
La clave está en no volver a las andadas y repetir la turbia jugada de la transición, configurando una política de competición entre oligarquías partidistas con el pueblo como señuelo. La logística de grandes gestos casi siempre termina como una reunión de pastores. Ahora, a la guerra convencional de los señores de la guerra, con sus medallas, zancadillas, culto a la personalidad y trapicheos, ha sucedido la guerra de guerrillas del “espíritu del 15-M”. Por más que algunos que fueron parte decisiva del problema (¡gracias por venir!) tengan la tentación de confiscar de nuevo su desbordante y subversiva creatividad.
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