• El 27 de
septiembre se cumplen 38 años de los últimos fusilamientos de la
dictadura, el último gran acontecimiento negro del franquismo. Pasados casi cuatro decenios, la ejecución de cinco presos del FRAP y ETA sigue viva en
la memoria de los familiares de los ajusticiados.

El 27 de septiembre de 1975 se perpetraron
los últimos fusilamientos del franquismo: dos miembros de ETA (que
entonces era otra cosa muy distinta) y tres del FRAP. Los primeros, en
Burgos y Barcelona; los segundos, en Hoyo de Manzanares, donde el
cometido fue llevado a cabo por tres pelotones de 10 guardias civiles o
policías, todos voluntarios. El mundo se opuso, pero el viejo no hizo
caso a nadie: ni a su hermano Nicolás, ni al papa Pablo VI, ni al primer
ministro sueco Olof Palme, ni al presidente mexicano Echevarría, ni a
personalidades de los cinco continentes.
Como las protestas
fueron ecuménicas, Franco organizó una gran concentración en la plaza de
Oriente y logró repetir con voz agonizante (moriría un mes más tarde)
la obsesión de su dictadura: "Todas las protestas obedecen a una
conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión
comunista-terrorista". Por lo que sea, se olvidó de los judíos el
pequeño general.
Recuerdo un Madrid consternado aquellos días.
Hubo rabia y gritos, pero sobre todo mucha tristeza. Unos días antes,
Luis Eduardo Aute compuso desde su rincón de Jorge Juan la canción Al alba,
dedicada a los cinco condenados. Para burlar la censura, convirtió la
protesta en un bello poema de amor que enseguida grabó Rosa León. En la
actualidad, es uno de los temas infaltables en cualquiera de los
conciertos de Aute. Los fusilamientos, al fin, no fueron al alba. En
Hoyo, el macabro ritual comenzó a las 9.10 y se remató a las 10.05. La
memoria histórica está a la vuelta de la esquina.
Efeméride importante en el 30 aniversario
19/09/05 Será
la primera efeméride negra del franquismo este año. En Barcelona, Vigo,
el País Vasco y Madrid habrá actos conmemorativos de los últimos
fusilamientos del franquismo. Estarán presentes varios familiares de las
víctimas, algunos de los cuales continúan reivindicando la anulación de
los juicios. El 27 de septiembre de 1975 a Francisco Franco le quedaban
sólo dos meses de vida, pero decidió abandonar el poder del mismo modo
que había llegado a él y se echó cinco muertos más a la espalda.
En
Barcelona, fue ejecutado Juan Paredes Manot, Txiqui, de 21 años, y en
Burgos, Ángel Otaegui, de 33. Ambos, acusados de pertenecer a ETA. En
Hoyo de Manzanares (Madrid), José Luis Sánchez Bravo, de 22 años, Ramón
García Sanz, de 27, y José Humberto Baena Alonso, de 24, miembros del
Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP). Las condenas a
muerte, dictadas por tribunales militares, estaban decididas de
antemano. Ni el clamor internacional pudo pararlas.
Treinta años
después, Estrella Alonso Soto, madre de José Humberto Baena, con el
permanente apoyo y la tenacidad de su hija Flor, continúa peleando para
conseguir la revisión y anulación de aquellos juicios. Intentó primero
ante los tribunales ordinarios que se la tenga por parte en la causa que
se siguió contra su hijo y le dieran vista de las actuaciones. Recibió
una negativa. Recurrió en amparo al Tribunal Constitucional, que se negó
a admitir a trámite su demanda. Estrella Alonso tiene recurrida esa
decisión ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El Constitucional
decidió no admitir a trámite la demanda considerando que “la
Constitución no tiene efectos retroactivos, por lo que no cabe intentar
enjuiciar los actos de poder producidos antes de su entrada en vigor”.
En una resolución dictada por el presidente Manuel Jiménez de Parga y
los magistrados Javier Delgado y Roberto GarcíaCalvo, se explica que cae
fuera de las competencias del Tribunal “contrastar con las normas,
valores y principios garantizados por la Constitución actos de poder
público, como la dramática ejecución de una condena a muerte, que
pertenece a la Historia de España anterior a su entrada en vigor”.
Doris
Benegas, abogada de la familia Baena, asegura que ha sufrido un sinfín
de trabas en esta demanda: “Para recuperar la copia, incompleta, del
Consejo de Guerra tuve que recorrer todos los tribunales imaginables.
Los documentos están tirados por cualquier sitio y se han perdido
muchos, pero todavía te impiden hacer fotocopias”. En muchos ámbitos
parece no haber transcurrido tres décadas desde la muerte del dictador.
En aquel trágico final de septiembre de 1975, Franco se vio más aislado
del mundo que nunca. Las cinco condenas a muerte provocaron
manifestaciones de rechazo por toda Europa: movilizaciones masivas en
Italia, el asalto y la quema de la embajada española en Lisboa, grandes
concentraciones en Estocolmo encabezadas por el primer ministro Olof
Palme, y también en Oslo, con el presidente Uro Kekonen, al frente.
Alemania, Gran Bretaña, Dinamarca, Holanda y otros 13 países llamaron a
consultas a sus embajadores en Madrid. El presidente de México, Luis
Echevarría, pidió la convocatoria del Consejo de Seguridad de la ONU
para suspender a España como miembro de la organización. Pablo VI
solicitó clemencia, pero Franco tampoco quiso atender la llamada de la
máxima autoridad católica. Ives Montand y Costa Gavras presentaron en un
hotel de la madrileña plaza de España un manifiesto contra las
condenas, firmado, entre otros, por Jean Paul Sartre, Louis Aragon y
André Malraux, y ambos cineastas fueron expulsados de España.
Los
cadáveres de los tres miembros del FRAP fusilados fueron enterrados, la
misma mañana de las ejecuciones, en Hoyo de Manzanares. Posteriormente,
los restos de Sánchez Bravo serían trasladado a Murcia, y los de Ramón
García Sanz, después de varios años, al cementerio civil de Madrid,
donde descansan hoy. El fotógrafo Gustavo Catalán Deus aún recuerda con
nitidez la tensa escena que se vivió en el cementerio, con los cuerpos
de los ejecutados todavía calientes: “Las tres fosas estaban ya
excavadas y apilaron los féretros sobre los montículos de tierra recién
vaciada. Como las cajas quedaron inclinadas, empezó a correr la sangre
por las esquinas. Había militares, policías, abogados y algún familiar.
La tensión era enorme. Allí se habían congregado muchos miembros de la
Brigada Político Social, desde el famoso comisario Yagüe a ‘Billy El
Niño’. Se habían puesto corbatas de colores chillones para la ocasión”.
Las
ejecuciones se produjeron en un marco político muy crispado, con el
dictador en la inexorable pendiente final hacia el Valle de los Caídos.
Sus estertores provocaban un terrible nerviosismo entre los cabecillas y
la base social del régimen. Para descabezar el movimiento más radical y
violento de oposición a la dictadura, los franquistas decidieron dar un
escarmiento ejemplar. Entre el 28 de agosto y el 19 de septiembre se
celebraron cuatro consejos de guerra sumarísimos para condenar a muerte a
los supuestos responsables de otros tantos atentados contra miembros de
las fuerzas de orden público. Fueron las muertes del cabo del Servicio
de Información de la Guardia Civil Gregorio Posadas Zurrón, en Azpeitia,
el 3 de abril de 1974; del policía Ovidio Díaz López, en el atraco a un
banco en Barcelona, el 6 de junio de 1975; del policía armado Lucio
Rodríguez, en la madrileña calle de Alenza, el 14 de julio de 1975, y
del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose Rodríguez, en Carabanchel,
el 16 de agosto. Los primeros asesinatos se le atribuyeron a ETA y los
otros dos al FRAP. Las únicas pruebas que hubo para condenar a los
acusados fueron sus propias declaraciones ante la policía y la Guardia
Civil. Todos denunciaron haber sufrido torturas. El equipo policial
encargado de la operación estaba dirigido por el comisario Roberto
Conesa, y su lugarteniente era Juan Antonio González Pacheco, alias
Billy El Niño.
A los detenidos se les aplicó con carácter
retroactivo el Decreto Ley Antiterrorista aprobado el 22 de agosto,
durante un Consejo de ministros presidido por Fran Franco en su
residencia veraniega del Pazo de Meirás. La norma fue promulgada para
aplicársela a ellos. Uno de sus artículos prorrogaba el plazo de
detención en dependencias policiales de 3 a 5 días, y hasta a 19 días
con autorización judicial, lo que ofrecía aún más facilidades para la
policía en los interrogatorios. También se abría la posibilidad de
celebrar juicios sumarísimos, en 24 horas, contra civiles.
Defensa imposible
El
primero de ellos, en el Regimiento de Artillería de Campaña 63 de
Burgos, fue el juicio contra José Antonio Garmendia Artola y Ángel
Otaegui Etxebarria. El primero estaba acusado de la muerte del cabo
Posadas, y Otaegui de “colaboración necesaria”, por haber acogido a
etarras que huían de la persecución policial. Durante su detención,
Garmendia recibió varios balazos. Caído en el suelo, un guardia intentó
rematarle de un tiro en la cabeza, pero logró sobrevivir tras una
operación de la que salió, tras varias semanas de coma, muy disminuido
física y mentalmente. No obstante, le sometieron a varios
interrogatorios. Como ni siquiera podía firmar, le obligaron a imprimir
su huella dactilar en una declaración redactada previamente, en la que
también inculpaba a Ángel Otaegui. Los testigos no reconocieron a
Garmendia; los médicos y las enfermeras invalidaron la supuesta
confesión que le arrancó la policía. Aun así, fue condenado a muerte, lo
mismo que Otaegui, quien no intervino en los hechos ni militaba en ETA.
El Gobierno tenía decidido que hubiera al menos un fusilado por cada
atentado. A Garmendia no se le podía ejecutar en esas condiciones, así
que le tocó cubrir su hueco a Otaegui. Uno de los observadores
internacionales que acudieron a aquel Consejo de guerra, la jurista
suiza Elisabeth ZieglerMûller, enviada por la Federación Internacional
de los Derechos del Hombre, dio a conocer a la opinión pública
internacional un informe que acababa diciendo: “Garmendia ha sido
condenado únicamente sobre la base de confesiones que había hecho cuando
se encontraba en el hospital en estado grave. No existe ninguna prueba
material contra él. El procedimiento inquisitorial continúa existiendo
en asuntos penales. Todo acusado que comparece ante un Tribunal es
condenado”.
En las dependencias militares de El Goloso, cerca de
Madrid, se celebraron dos juicios sumarísimos contra militantes del
FRAP. “A las siete de la tarde se nos había entregado una copia parcial
del sumario y nos dijeron que a la una de la madrugada tenían que estar
las conclusiones de la defensa en el Gobierno Militar –rememora el
abogado Juan Aguirre–. Sólo sabíamos que un grupo de personas iba a ser
juzgado la mañana siguiente por un tribunal militar designado a dedo y
con una ley excepcional ad hoc que privaba de derechos a todas las
defensas”. “Durante el juicio pedí la palabra y fui expulsado de la
sala. Después, todos mis compañeros –continúa Aguirre–. Fuimos sacados,
violentamente, por un grupo de policías de paisano, pistola en mano. Un
capitán del Ejército, al frente de varios policías militares, con
absoluta serenidad, apartó a los energúmenos, nos escoltó hasta fuera
del cuartel e impidió que salieran detrás”.
En el último momento,
el Gobierno decidió incluir entre los condenados a Paredes Manot,
acusado de participar en un atraco a una sucursal del Banco Santander en
Barcelona durante el cual resultó muerto un policía. El gobernador
civil de la Ciudad Condal era el veterano miembro del SEU franquista
Rodolfo Martín Villa. Ningún testigo fue capaz de reconocer a Txiqui,
pese a un detalle físico que no podía dejar lugar a la duda: medía sólo
1,52 metros. El tribunal empezó a verse cada vez más apremiado desde
arriba y necesitaba un veredicto rápido. Los inculpados en los otros
tres juicios sumarísimos ya habían sido condenados y sólo se esperaba
que concluyera ése para fijar la fecha de las ejecuciones.
El
abogado de Paredes Manot, Marc Palmés, pidió la anulación de todo el
proceso porque se estaba aplicando el decreto ley sobre el terrorismo al
enjuiciamiento de unos hechos ocurridos más de dos meses antes de que
la norma entrara en vigor. Y denunció numerosas irregularidades en el
procedimiento. Pero Txiqui fue condenado a muerte. En total, 11
detenidos sufrieron condena a la pena capital.
Sin clemencia
Mientras
tanto, proseguían las gestiones para evitar los fusilamientos. Joaquín
Ruiz Giménez, que había sido embajador en el Vaticano, envió un mensaje a
Pablo VI. El propio hermano de Franco, Nicolás, le escribió pidiéndole
que reconsiderara su decisión. La madre de Otaegui, María, visitó al
cardenal Jubany, al obispo Iniesta y, en un último y agónico intento, al
cardenal Vicente Enrique Tarancón. El Consejo de Ministros del viernes
26 de septiembre conmutó la pena de muerte a seis de los condenados por
la de 30 años de reclusión.
La gaditana Concha Tristán,
embarazada, consiguió el dictamen salvador del prestigioso ginecólogo
Ángel Sopeña, que también certificó el inexistente estado de gestación
de María Jesús Dasca. Además, se salvaron del pelotón de fusilamiento el
periodista Manuel Blanco Chivite, Vladimiro Fernández Tovar, Manuel
Cañaveras de Gracia y José Antonio Garmendia. A las 8 de la tarde del
mismo día, el ministro de Información y Turismo, León Herrera y Esteban,
anunció que cinco condenas a muerte se ejecutarían al amanecer del día
siguiente. Esa noche, José Humberto Baena escribió desde la cárcel de
Carabanchel la última carta a su familia: “Papá, mamá: Me ejecutarán
mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero pero que la
vida sigue. Cuando me fusilen mañana pediré que no me tapen los ojos,
para ver la muerte de frente. Que mi muerte sea la última que dicte un
tribunal militar. Ese era mi deseo. Pero tengo la seguridad de que habrá
muchos más. ¡Mala suerte! Una semana más y cumpliría 25 años. Muero
joven pero estoy contento y convencido”.
Al alba
Silvia
Carretero, recluida en la cárcel de Yeserías, estaba casada con José
Luis Sánchez Bravo y eso le permitió permanecer algunas horas junto a él
durante la última noche. Con barrotes por medio y sin poder rozarse
siquiera. Estaba embarazada de varios meses. “Las torturas y el miedo no
se olvidan, pero ya han pasado –asegura Silvia ahora–. Me alegro de que
me detuvieran porque, gracias a eso, pude estar con Luis su última
noche”. A los tres condenados del FRAP no les dejaron estar juntos ni un
instante. Ramón García Sanz agotó las últimas horas solo. Huérfano
desde niño, el único familiar que tenía era un hermano paralítico.
Txiqui pasó la noche en la cárcel Modelo de Barcelona. Le acompañaron su
hermano Mikel y los abogados Magda Oranich y Marc Palmés. “Se mantuvo
muy tranquilo toda la noche, sabiendo ya que lo iban a fusilar –recuerda
Oranich–. Sólo tenía miedo a que lo ejecutaran con garrote vil. Un año y
medio antes se lo habían aplicado a Puig Antic y por la Modelo corría
el rumor de que no había funcionado a la primera”. La madre de Otaegui,
hijo único, sólo pudo estar con él 15 minutos. El condenado pasó la
noche bebiendo coñac con varios funcionarios de la prisión. A Txiqui lo
fusilaron junto al cementerio de Collserola, en las afueras de
Barcelona. “Aunque era pequeñito, le veíamos bien en la distancia,
porque le habían situado sobre un montículo”, relata Magda Oranich en el
mismo lugar donde se produjo el fusilamiento. Aún hoy se puede ver el
árbol junto al que los guardias civiles instalaron el trípode donde lo
ataron para ejecutarle. “Sobresalía por encima de la hilera formada por
los guardias. Eran voluntarios del Servicio de Información, con barba y
melenas. Se habían vestido de uniforme, con el tricornio, y la imagen
que ofrecían era grotesca y brutal. Eran seis guardias y llevaban dos
balas cada uno. Las empezaron a disparar de una en una, con saña”.
Otaegui, fue fusilado sin testigos, a las nueve menos veinte de la
mañana, en la prisión de Burgos.
En Hoyo de Manzanares,
consumaron los fusilamientos tres pelotones compuestos cada uno por diez
guardias civiles o policías, un sargento y un teniente, todos
voluntarios. A la 9.10, los policías fusilaron a Ramón García Sanz y, al
cabo de 20 minutos, a José Luis Sánchez Bravo. Después, los guardias
civiles dispararon contra Baena. A las 10.05 todo había concluido. No
pudo asistir a los fusilamientos ningún familiar de los condenados, pese
a ser “ejecución pública”, según la ley.
La Guardia Civil
impidió la entrada al campo de tiro a periodistas, abogados y
familiares. Un coronel del Ejército quiso dejarlos pasar, para que
quedara acreditado que sólo disparaban policías y guardias civiles, y no
soldados. Pero un teniente coronel de la Guardia Civil, de inferior
rango, impuso su mando. El único civil que presenció las ejecuciones fue
el párroco de Hoyo de Manzanares, don Alejandro. Durante estos años,
siempre ha rechazado relatar lo que vio, pero, lejos de las cámaras
fotográficas, ha accedido a recordar el horror: “Además de los policías y
guardias civiles que participaron en los piquetes, había otros que
llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban
borrachos. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún
respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó”.