Una juez argentina pone en evidencia a la justicia española
Tras superar múltiples obstáculos, las víctimas celebran las primeras imputaciones
De izquierda a derecha: Felisa Echegoyen y José María Galante
(torturados por Billy el Niño), junto a Carlos Slepoy y Ascensión
Mendieta,
en la puerta de la antigua DGS.
"Sabemos que estás embarazada porque tienes los pechos muy grandes. Nos
importa tres cojones si abortas”. Silvia Carretero estaba,
efectivamente, de dos meses cuando fue detenida y torturada, primero en
la comandancia de la Guardia Civil de Badajoz y después en la Dirección
General de Seguridad (DGS), en Sol (Madrid), en septiembre de 1975.
Tenía 21 años. Hoy es una de las firmantes de la querella argentina
contra los crímenes del franquismo, en su nombre y en el de su marido,
José Luis Sánchez Bravo, uno de los cinco últimos fusilados de la dictadura,
el 27 de septiembre de 1975, junto a Humberto Baena y Ramón García Sanz
—los tres eran miembros del Frente Revolucionario Antifascista y
Patriota (FRAP)— y los etarras Ángel Otaegui y Juan Paredes. Carretero
llamó a aquel bebé Luisa Humberta Ramona en homenaje a su marido y sus
dos compañeros. Luis Eduardo Aute les escribió Al alba.
El día que Isabel Pérez Alegre, también miembro del FRAP, cumplía 21
años, Carretero se las apañó para enviarle unos dulces a la celda de
aislamiento en la que estaba desde el pabellón de presas políticas de la
cárcel de Yeserías. Treinta y ocho años después, Pérez Alegre acudirá
en los próximos días al consulado argentino en Madrid para sumarse a la
querella interpuesta en Buenos Aires. La causa, que pareció dormitar
durante más de tres años, acaba de dar un vuelco al ordenar la
magistrada María Servini de Cubría la detención de tres expolicías (dos han muerto) y un ex guardia civil acusados de torturas. Pérez Alegre conoce bien a uno de ellos, Billy el Niño, al que el juez Pablo Ruz va a citar en la Audiencia Nacional.
“Me detuvieron en octubre de 1975. Me llevaron a la DGS, me rodearon y
me empezaron a pegar por todas partes. Eran cinco policías. Billy el
Niño pegaba de vez en cuando, pero sobre todo dirigía a los demás. Me
ataron a un radiador y me golpearon con porras en las corvas, en los
riñones... Cuando fui al baño me tuvieron que llevar entre dos, ya no
podía caminar. Me miré al espejo y no reconocía mi propio cuerpo,
deformado por los golpes...”, relata Pérez Alegre.
Treinta y ocho años después, los moratones han desaparecido, pero
otras secuelas permanecen. “Lo peor fue que me quebraron, me hicieron
hablar, y eso es algo que a veces no me deja dormir por las noches.
Detuvieron a compañeros míos y yo los oía gritar y sabía que les estaban
haciendo lo mismo que me habían hecho a mí. Hubo un chico que se tiró
contra una puerta, y los cristales llegaron hasta donde yo estaba.
Intenté suicidarme con aquellos cristalitos, pero eran muy pequeños.
También pensé en darme un golpe fuerte en la cabeza contra el radiador,
pero no tenía fuerzas...”, recuerda. “La gente que no ha tenido ese
miedo permanente no sabe lo que es el miedo. Oír un ascensor y sentir
pánico por quién subirá, estar siempre asustado...”.
Todos los represaliados del franquismo empiezan a contar su historia
hablando del miedo. El que tenían a ser fusilados, a que hicieran
desaparecer en cualquier cuneta a un familiar, a que les robaran a su
hijo, a las torturas, a pudrirse en una cárcel tras una farsa de
juicio... y el miedo que, muerto Franco, seguían teniendo a exigir
responsabilidades, a denunciar lo que habían sufrido. Cuando Emilio
Silva, fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica, abrió la fosa en la que yacía su abuelo,
en octubre de 2000, familiares de otros fusilados le llevaban a sus
casas para contarle en susurros y con las persianas bajadas que ellos
también estaban buscando a su padre, a su hermano... “Ahora ya no tienen
miedo”, explica Silva. “Cada fosa abierta ha sido un paso adelante.
Estos 13 años han sido un proceso de toma de conciencia, de aprendizaje
de libertad”.
Las exhumaciones activaron un resorte que se convirtió en un fenómeno
imparable. Los familiares empezaron a exigir al Estado la localización
de los hombres y mujeres hechos desaparecer por el franquismo. En 2006 acudieron a la justicia. Para cuando, seis años después, se les terminaron de cerrar todas las puertas de la española, tras la suspensión del juez Baltasar Garzón y un auto del Supremo que eliminaba cualquier vía para la investigación
penal de los crímenes de la Guerra Civil y la dictadura, ya no estaban
dispuestos a conformarse. Y deshaciendo el mismo camino que 15 años
antes habían hecho las víctimas de la dictadura de Jorge Rafael Videla
hasta Madrid, llamaron a las puertas de la justicia argentina.
La querella se presentó en Buenos Aires
el 14 de abril de 2010, día de la República, en un acto que contó con
la presencia de un premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel. Dos
semanas después, el fiscal argentino Federico Delgado dictaminó que
debía desestimarse porque en España “había procesos judiciales en curso”
sobre los crímenes denunciados. El 5 de mayo de 2010, la juez archivó
la causa. Pero el 3 de septiembre de ese año, la sala segunda de la Cámara Criminal y Correccional Federal de Argentina le obligó a reabrirla porque el fiscal había obtenido “de internet”, decía el auto, la argumentación para desestimarla.
En octubre de 2010, la juez libró un exhorto diplomático al Gobierno
para que le informara de si se estaba investigando en España un plan
sistemático de exterminio de los “partidarios de la forma representativa
de gobierno” entre el 17 de julio de 1936 y el 15 de junio de 1977. El
Ejecutivo de Zapatero no se dio prisa en responder y cuando lo hizo, en
junio de 2011, fue para mentir.
En España —decía el informe enviado a la juez argentina por el fiscal
general del Estado, Cándido Conde Pumpido—, “se están tramitando
numerosos procedimientos judiciales relativos a hechos delictivos
cometidos durante la Guerra Civil española y la posterior dictadura,
tanto en relación con la eliminación física de los partidarios de la
República y de la forma democrática de Gobierno, como de la desaparición
de menores”. El escrito recordaba que el juez Garzón había repartido en noviembre de 2008 la causa contra el franquismo
entre los juzgados territoriales donde se encontraban las fosas, y que
muchos las habían archivado, pero no por aplicación de la ley de
amnistía de 1977, sino por “extinción de la responsabilidad penal”. Ni
una palabra de la suspensión del juez de la Audiencia Nacional
precisamente por abrir aquella causa.
El primer gran triunfo de las víctimas fue precisamente desmontar
ante la justicia argentina esa mentira del Gobierno español, mostrándole
que la fiscalía había calificado aquel plan sistemático de exterminio
como delitos comunes; que la sala de lo penal de la Audiencia Nacional
había acordado en diciembre de 2008 “dejar sin efecto todos los actos y resoluciones” tomadas por Garzón; que en 2009 había sido admitida a trámite en el Supremo una querella contra él del pseudosindicato Manos Limpias a la que se sumaría en enero de 2010 nada menos que Falange,
y que en mayo de ese año, el Poder Judicial había suspendido al juez de
la Audiencia Nacional. Es decir, que el único investigado en España por
los crímenes del franquismo era, precisamente, el juez que había
querido investigarlos.
Y la juez argentina empezó a actuar. El 13 de diciembre de 2011 libró otro exhorto
pidiendo a las autoridades españolas que le enviaran nombres y último
domicilio de los miembros de los consejos de ministros, Fuerzas Armadas,
Guardia Civil, policía y dirigentes de Falange entre el 17 de julio de
1936 y el 15 de junio de 1977; el número e identidad de los
desaparecidos, asesinados y torturados por motivos de persecución
política; el de niños robados; la localización de las fosas comunes y la
lista de empresas beneficiadas por el trabajo forzado de los presos
republicanos que seguían activas. El Gobierno español respondió que las
personas a las que se imputaba “la autoría intelectual” del plan de
exterminio franquista habían fallecido y que, en cualquier caso, España
tenía “competencia preferente” para juzgarlos.
La juez decidió entonces tomar declaración a 91 víctimas y solicitó
autorización para desplazarse a Madrid, Vigo y Barcelona, del 8 al 28 de
septiembre de 2012. Le dieron permiso, pero pocos medios y menos días,
por lo que Servini de Cubría desistió. En mayo de 2013 dispuso los
medios necesarios para la toma de esos testimonios por videoconferencia
en el consulado argentino en Madrid, pero en el último momento el
procedimiento se suspendió porque el embajador argentino comunicó a la
magistrada “el malestar” que causaba al Gobierno español lo que estaba haciendo.
Por todo esto es por lo que la juez empleó nada menos que 204 folios
para justificar la petición de detención de cuatro policías en su auto
del pasado 18 de septiembre.
De esas 204 páginas, Garzón, al que la juez argentina citó a declarar
el pasado 27 de mayo, destacó cuatro palabras: “Crímenes de lesa
humanidad”. “Es lo que son. Lo que yo he creído siempre. Me alegro mucho
por las víctimas del franquismo, aunque me apena que sea en Argentina
donde se tengan que investigar estos crímenes porque España cerró todas
las vías”, declaró a EL PAÍS. El exjuez de la Audiencia Nacional está
convencido de que Servini de Cubría seguirá imputando a más
responsables.
Los querellantes habían pedido la imputación de otros cinco cargos
franquistas: tres exministros —José Utrera Molina, suegro del ministro
de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón; Rodolfo Martín Villa y Fernando
Suárez González— y dos exjueces —Rodolfo Gómez Chaparro y Jesús Cejas
Mohedano—. Ahora anuncian que van a pedir más, pero de momento, las
víctimas celebran ese triunfo de los presos políticos, agrupados en la
asociación La Comuna, como uno propio. Cuando en 2000 se abrió la fosa
donde yacía Emilio Silva Faba “era impensable que llegara el día en que
hubiera una orden de detención internacional contra un cargo
franquista”, explica su nieto. “Para mí, Billy el Niño es un compañero
de los que fusilaron a mi abuelo cuarenta años antes. Era parte de una
misma estructura diseñada para mantener a la población aterrorizada y
defender los intereses de una élite”.
La vida de Ascensión Mendieta, de 88 años, se truncó mucho antes de
que Billy el Niño se hiciera célebre en Madrid por su afición a la
tortura, pero está muy ilusionada con el avance que las órdenes de
detención suponen para la causa y con el viaje que, pese a su avanzada
edad, piensa hacer a Argentina para explicarle a la juez por qué su
nombre también está en esta querella. “Nos dejaron sin padre a siete
hermanos, el más pequeño de un año. Yo tenía 12 cuando lo fusilaron.
Quiero que le saquen de la fosa en la que está con otros 16 hombres”.
Mañana día 30, Carlos Slepoy,
uno de los abogados que lleva años peleando por sacar adelante esta
causa, se reunirá con el juez Ruz. Este letrado argentino cierra un
círculo perfecto, el camino de ida y vuelta que marca la última
resolución de Servini de Cubría. Slepoy fue el abogado en la primera causa que se abrió contra Videla,
desde España, precisamente por Garzón, en septiembre de 1996. Y ahora
es el defensor de los españoles que han hecho el camino inverso, de
Madrid a Buenos Aires, para que se investiguen los crímenes del
franquismo. “Durante mucho tiempo”, recuerda, “Argentina se opuso a
juzgar los crímenes de su dictadura. Finalmente, el presidente Néstor
Kirchner decidió que o se juzgaban o se extraditaba a España a los
responsables. El muro de impunidad se fue resquebrajando y muchos jueces
argentinos se replantearon la situación —hoy hay más de 300
condenados—. Estoy convencido de que en España habrá jueces que, pese a
lo que le ocurrió a Garzón, se atrevan a investigar estos crímenes. En
pocos días se ha condensado el trabajo de años, se ha puesto en jaque a
la impunidad. Y es producto del tesón de las víctimas”. Ya no se
conforman. Y están acostumbradas a esperar.
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