Por Rafael Cid
El distanciamiento entre representantes y representados se manifiesta
en los altos índices de abstencionismo que se registran, el aumento de
la volatilidad del voto y la aparición de movimientos sociales que
refutan los proyectos de globalización política y económica.
“Las elecciones son el combustible fósil de la política”
(David Van Reybrouck)
Aún bajo los efectos de la resaca del 28-A y otra vez
entramos en campaña para el 26-M, cita que busca beneficiarse del
efecto arrastre de los resultados de la precedente. En ambos casos, con
la consigna de la “renovación” como detonante. Los clichés fanatizan la
vida. También la política. Ni lo nuevo tiene por qué ser siempre
provechoso, ni lo antiguo sinónimo de decadencia. Hay mayores creativos y
jóvenes echados a perder. Por eso, cifrar la modernidad electoral en la
renovación de unas candidaturas, sin más horizonte, puede entrañar el
comienzo de una regresión. Ese es el signo bajo el que se presenta el
ómnibus electoral (¡con candidatos del procés en la cárcel!): un concurso de popularidad con la democracia como víctima propiciatoria.
Todos los principales partidos, sin apenas
excepciones, alardean de abrirse a la trasparencia y facilitar la
participación en sus filas. Ambas divisas constituyen los reclamos más
habituales en el juego parlamentario. Por eso inscribieron “las
primarias” en estatutos y las fijaron en reglamentos y programas. “El
mandato de la militancia” era la consigna movilizadora. Pero la realidad
de los hechos contradice esas soflamas. Incluso en partidos como el
PSOE de Pedro Sánchez, que viene de esa escuela, abundan los
incumplimientos. Fueron las bases quienes encumbraron al actual líder
socialista con un meritorio y exitoso pronunciamiento contra el aparato,
y luego la dirección entrante incorporó la opción “primarias” como seña
de identidad en su 39 Congreso.
Hasta que se pasó de la libérrima oposición a la
responsabilidad de gobierno. Entonces cambiaron las tornas. El derecho a
decidir se ha convertido en una planta carnívora. Los políticos electos
que han llevado a la práctica la voluntad de los electores en Catalunya
se sientan en el banquillo de los acusados, y los que deben su ascenso
político al coraje de la afiliación lo camuflan con una “renovación”
desde la cumbre. Menos en el PP casadista, que ufano de su integrismo
nunca alumbró “primarias”, tanto el PSOE como Ciudadanos, y en menor
medida Unidas Podemos (UP), interpretan hogaño “las primarias” de antaño
como el derecho de pernada de los de arriba que deben asumir
resignadamente los de abajo. Y como el que hace la ley hace la trampa,
UP también permite “fichajes” al margen de la opinión de las bases, por
la puerta trasera, si se trata de personas “representativas de la
sociedad civil” (el ex JEMAD Julio Rodríguez, la jueza Victoria Rosell o
la profesora María Eugenia R. Palop el pasado 28-A). Se pondera la
cultura de puertas giratorias ex ante que critican ex post. Hechos consumados.
En todos los casos se trata de una representatividad
invertida por partida doble. Quien decide lo representativo (popular)
son las cúpulas de los partidos en la clandestinidad de sus despachos, y
también quien eleva al rango de representatividad (popularidad) a sus
insignes reclutados (“influencers” del deporte, el ruedo, el periodismo,
etc.) ¿Hay algo más verdaderamente representativo por común que un
empleado o una ama de casa, ambos ciudadanos de a pie? Y sin embargo ni
están ni se les espera. Se confunde intencionadamente lo popular con el
famoseo para que el pueblo soberano quede ausente pero “representado”
(re-presentado: vuelto a presentar) como si fuera un menor de edad, la
etapa en que legalmente no se puede ser ni elector ni elegido. Como en
la chapuza bíblica (son muchos los llamados y pocos los escogidos), se
trata de un bucle involucionista que abarca a todo el espectro electoral
y convierte al ciudadano en un “inútil”, término con que en la Atenas
de Pericles se designaba al que nunca se interesaba por lo público.
Tanto afiliados como representados se ven sometidos a
la misma ley del embudo. En el primer caso, convirtiendo el conato de
horizontalidad democrática de las primarias en un mero acto de
conformidad (el “me gusta” digital) a los fichajes realizados por la
cúpula de los partidos, sin dejar opción para la cantera. En el segundo,
reduciendo al elector a mera comparsa de las listas cerradas y
bloqueadas ofertadas para los comicios por los mandamases. Una muestra
del clasismo intrigante en el seno de los partidos, que recuerda
metafóricamente a esa costumbre hoy atrabiliaria de diseñar edificios
con una entrada específica para “el servicio”. De esta forma, en el
epicentro de la acción política se introduce el mensaje contrario a la
discriminación positiva que se pretende en otros ámbitos sociales como
efecto nivelador. Nunca como hoy los clásicos textos de Robert Michels y
Moisei Ostrogorstki sobre la tentación autoritaria de las formaciones
políticas tuvieron tanto sentido, en línea con lo expuesto por
Aristóteles (“el principio de elección es oligárquico”) y Montesquieu,
el “padre” de la separación de poderes (“el sufragio por elección es de
la aristocracia”).
Ni los afiliados ni los representados, verdaderos
protagonistas del cónclave parlamentario, pintan nada en el actual
Estado de partidos. Íncubos y súcubos de la experiencia electoralista
convertidos en mero atrezo. Aunque la teoría sea otra, la única realidad
política está en el ordeno y mando de la nomenklatura partidaria. No
existe legitimidad interna, por más que el artículo 6 de la Constitución
española al referirse a los partidos (“instrumento fundamental para la
participación política”) disponga que “su estructura interna y
funcionamiento deberán ser democráticos”. Tampoco prospera la
legitimidad externa. Son vasos comunicantes deprimentes. Cuando los
miembros de un grupo político cumplen como los productores en una
fábrica y los electores como los consumidores, la democracia se
convierte en un simulacro, una cadena de montaje al servicio del
capital. Así, los representantes electos no se sienten obligados ante
sus electores sino con la dirección de la formación que los reclutó,
garantizando a “sus superiores” una disciplina de voto esclava y
espuria. Al final, el ciclo electoral se cierra con una acumulación
reiterada de déficit democrático para toda la sociedad, en vez de
facilitar un retorno aumentado de valores democráticos que vitalizara el
caudal civilizatorio. Con razón decía el estagirita en su Política
que las virtudes existen en potencia y no se realizan más que a través
del aprendizaje y la educación. Muerto el perro se acabó la rabia.
No hay dignidad es la falsa democracia representativa
de la misma manera que el trabajo alienado no nos hace libres. La
sangría ética de la sociedad civil lo mercantilizada todo. El
nombramiento a dedo de militares, humoristas, empresarios, toreros y
deportistas, al margen y a menudo en contra de la opinión de la
militancia, convierte el fenómeno electoral en una operación burocrática
a escala. Este primer tercio del siglo XXI ha confirmado el creciente
carácter episódico del sufragio gubernamental. Los asuntos trascendentes
se dirimen por las élites tecnocráticas no electivas que copan
organismos supranacionales (Comisión Europea, Fondo Monetario
Internacional, Banco central Europeo y Banco Mundial). Mientras, los
temas del estado-nación quedan en manos de instituciones surgidas de un
nuevo tipo de comicios censitarios donde la ciudadanía cuenta solo como
agente clientelar.
El lógico menosprecio del modelo neoliberal,
agudizado tras el cruel impacto de la crisis económica y financiera,
está cuestionando los códigos democráticos más elementales. El
distanciamiento entre representantes y representados se manifiesta en
los altos índices de abstencionismo que se registran, el aumento de la
volatilidad del voto y la aparición de movimientos sociales que refutan
los proyectos de globalización política y económica. Existe una severa
merma de credibilidad que los partidos tradicionales intentan paliar
agitando proclamas de índole populista y cortoplacista. Lo explica con
lucidez el politólogo Peter Mair en un reciente libro que lleva el
significativo título de Gobernando el vacío, desmintiendo el matrimonio para toda la vida entre capitalismo y democracia que inspiró aquel fake news de Francis Fukuyama elevado a la condición de best-seller. Hoy todos los indicios señalan que puede haberse rebasado ya el punto crítico implosivo.
La irrupción de Vox se enmarca en este clima
generalizado de incertidumbre y desconfianza. Aunque sorprende su
aparición tras el baño regeneracionista que supuso la coyuntura
constituyente del 15-M en la sociedad. Parecía que en España se había
levantado un cordón sanitario espontáneo frente a los proyectos
xenófobos y ultranacionalistas que triunfaban en otros países europeos
con más y mejor tradición democrática. Y choca más porque su llegada a
las instituciones se ha producido en un histórico feudo socialista. Otro
factor que invita a la reflexión es su carácter extraordinario, dado
que ninguno de los varios partidos de extrema derecha aquí asentados
desde la transición había contado nunca con respaldo público suficiente
para entrar en un parlamento. Paradójicamente, lo que para el PSOE
supuso una sentencia de muerte en las elecciones andaluzas, cara al 28-A
y el 26-M oficia como su tabla de salvación.
El manual de resistencia de Sánchez pasa ahora por optimizar la marca Vox como amenaza urbi et orbi
en su despliegue nacional. Casi nunca se vota a favor de unas siglas
sino en contra de otras. El “Haz que pase” con que el PSOE acaudilla a
Sánchez (el “puedo prometer y prometo” de Adolfo Suarez) busca habilitar
el voto del miedo y que el eje de decisión pivote más sobre la
sobrevenida “alerta antifascista” que sobre el ficcionado “golpe
independentista”. ¿Dos ópticas políticas contrapuestas? No, en realidad
dos falsos positivos. Lo que unos y otros promueven es un rearme del
contrato social desde el punto de vista de la seguridad. El socialista
nacional oferta “dame tu confianza en las urnas y te defenderé del
peligro facha”, y el nacional socialista “vótanos y acabaremos con el
rompimiento separatista”. Pero en realidad ambos ocultan que esos males
para los que aseguran tener remedio, in nuce los crearon ellos
con aquella ley de punto final de la transición que amnistió y legalizó a
los partidos ultras al tiempo de ahormar una constitución troquelada
sobre la inquebrantable “unidad de los hombres y las tierras de España”
de los Principios Fundamentales del Movimiento franquista.
El problema de fondo se reduce finalmente a un
rechazo de la democracia realmente existente. Porque los ciudadanos que
sostienen al Estado (políticamente a través de los votos y
económicamente a través de los impuestos) no reciben contrapartida
alguna que justifique esa subordinación del derecho a decidir,
trampeándoles de la autonomía de jure a la heteronomía de facto.
El sistema zozobra en un océano de ilegitimidad y corrupción desde el
momento en que el mecanismo de representación implica aceptar nuestra
colonización (la servidumbre voluntaria). Por eso, el ludismo
ambidiestro de los chalecos amarillos, multitudes airadas sin
denominación de origen, anticipa el punto final al consentimiento de los
gobernados, aunque no se atisbe una alternativa de recambio. Se abren
las compuestas al alud de lo imprevisible porque el recurso al “horror vacui” ha dejado de surtir su efecto propedéutico.
Año tras año, Trasparencia Internacional y el Centro
de Investigaciones Sociológicas (CIS) sitúan a partidos y políticos
entre los grupos más detestados por la gente, junto la banca y los
financieros. ¿Con esos antecedentes demoscópicos tiene sentido que la
sociedad civil les continúe “renovando” en el poder con eso que llaman
la gran fiesta de la democracia? Salvo que hasta el instinto de
supervivencia estemos perdiendo. Porque la representación mediante
“influencers” (la sustitución por famosos) por arriba y mediante el
algoritmo por abajo (la suplantación por la masa liofilizada) significa
el regreso al imaginario de la caverna platónica.
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